Un detallado estudio de las identidades, motivaciones y posterior destino, de los hombres que hundieron su daga en el cuerpo de Julio César durante los Idus de marzo.
¿Quiénes fueron los conspiradores? ¿Qué llevó a hombres a los que el propio César había aupado y enriquecido a traicionarle y darle muerte? ¿Qué ocurrió con aquellos hombres en los siguientes años? ¿En un principio fueron héroes o villanos? Sabemos cómo los ha tratado la historia, pero, ¿cómo los trató Roma? ¿Cuál fue su destino a partir del asesinato de Julio César?
El asesinato perpetrado el 15 de marzo del año 44 antes de nuestra era en la Curia de Pompeyo en Roma, sigue arrojando dos mil años después una importante cantidad de incógnitas.
Las motivaciones, los conspiradores, el propio complot o la intervención ya sea por acción o por omisión de Marco Antonio, han dejado fluir ríos de tinta y numerosas hipótesis en la imaginación de historiadores expertos y aficionados.
Como cualquier conspiración, su formación fue un secreto y sus reuniones no se recogieron en acta o escrito alguno. Sin embargo, los conspiradores obtuvieron cierta fama y en la mayoría de casos ha sido posible seguir el relato de sus vidas antes y después de los Idus de Marzo.
Esta es la historia de los asesinos de Julio César.
A pesar de la clásica cifra de veintitrés conspiradores, según la fuente consultada, los asesinos fueron entre cuarenta y sesenta senadores. Eutropio y Suetonio incluso elevan esa cifra. Plutarco en “Vidas Paralelas” es el más comedido en su recuento. Sin embargo, estamos lejos de poder nombrarlos a todos.
Entonces, ¿de dónde sale la clásica cifra de los veintitrés conspiradores?
Con el cadáver del dictador aún caliente, se produjo una desbandada en el senado. Conspiradores y testigo huyeron por igual, la mayoría a sus domicilios. Sin embargo, el grueso de los asesinos, buscaron refugio en el templo de Júpiter del monte capitolio. Un lugar que, además de sacrosanto, era fácil de defender. Los hombres allí concentrados eran algo más de veinte y de inmediato recibieron la visita de Cicerón para felicitarles y comenzar a negociar su futuro.
Bien pudo ser la gloria lo que recibirían aquellos hombres, pues en uno de los giros más oscuros de la historia de Roma, Marco Antonio pasó de la condena rotunda a la amnistía incondicional en unas pocas horas. Probablemente medió algún soborno —cosa que nunca sabremos— pero el 17 de marzo, apenas dos días después del asesinato, el nuevo hombre fuerte de Roma, decretaba una amnistía sobre los asesinos de Julio César y reconocía que los Idus de marzo habían sido un mal necesario para la República.
Cicerón, en su discurso de aquel día en el senado, habló por primera vez de los veintitrés conspiradores, que rápidamente se hicieron llamar “Los Libertadores” y, como culminación para aquella vergonzosa sesión senatorial, el propio Marco Antonio votó a favor de la completa amnistía de los asesinos.
El 18 de marzo, durante el funeral, Marco Antonio volvió a cambiar de opinión y acudió al foro romano con los restos de la toga del difunto dictador. Posiblemente con el ánimo de enardecer a la ya de por si caldeada población. Dirigió un discurso al pueblo de Roma condenando el asesinato y como acto final, extendió y mostró a las masas aquella toga hecha girones. La prenda, teñida de marcas de sangre, presentaba un total de veintitrés perforaciones fruto del apuñalamiento.
Se hace difícil pensar que en medio del tumulto que hundió su daga en el cuerpo de Julio César, uno o varios de los conspiradores no coincidiesen en el mismo punto. Sobre todo, en la zona del tórax. Incluso sabemos que algunos de los asesinos se habrían herido entre ellos involuntariamente en mitad de la agresión. Por todo ello tenemos la certeza que los asesinos fueron más de los veintitrés tradicionalmente señalados.
En cualquier caso, el impacto de la exhibición de aquella toga desgarrada y ensangrentada dio paso a la leyenda de los veintitrés asesinos. Posteriormente, las cartas de Bruto y Casio en las que se enorgullecían del acto y la crónica de Cicerón, en la que contaba que todos los conspiradores pactaron hundir su daga una vez en el cuerpo de asesinado para compartir la culpa (o la gloria) del acto, hicieron el resto.
Los asesinos.
Por sorprendente que parezca y a pesar de lo relatado anteriormente, ni siquiera disponemos de veintitrés nombres. No llegan a veinte los senadores sobre los que no albergamos dudas acerca de su participación en los hechos.
Esta es la historia de cómo se formó la conspiración de los Idus de marzo y de los hombres que formaron parte de ella.
—Cayo Trebonio.
Se considera que Trebonio fue unos de los principales instigadores de la conspiración a pesar de ser amigo íntimo de Julio César. Su súbita desaparición nos impidió conocer los motivos que le llevaron a tan alta traición. Además, algunas fuentes dicen que fue el encargado de entretener a Marco Antonio en el exterior de la Curia de Pompeyo para que no impidiese el asesinato.
Trebonio no provenía de una familia senatorial arraigada. Toda su fortuna se la debía a César, que le había aupado en su carrera política y militar. Destacó notablemente en la guerra de las Galias y los primeros compases de la guerra civil —se encargó personalmente de la toma de Masilia—. Además, tras el fin del conflicto, César le regaló un consulado en el año 45 a.n.e. De todos los conspiradores, era el único con rango consular.
Sus motivaciones son espurias. Trebonio no nos dejó escritas más que algunas cartas y solo podemos especular sobre lo que le llevó a cometer el crimen. Posiblemente creía que la república se dirigía inexorablemente a una monarquía autoritaria asentada en el ejército. Era uno de los hombres que podía considerarse amigo de Julio César y cuya traición más debió doler al dictador.
Tras los Idus, Trebonio ocupó el cargo como gobernador de la provincia de Asia, que el propio César le había concedido. Murió en Esmirna en el año 43 a.n.e. asesinado mientras dormía a manos de Publio Cornelio Dolabella.
El propio Dolabella se suicidaría poco tiempo después tras ser acusado por el senado controlado por Cicerón de este y otros crímenes.
—Pontio Aquila.
Poco sabemos de su vida con anterioridad a los Idus de marzo, salvo que fue muy crítico con Julio César por atreverse a celebrar el Triunfo Hispánico. El Triunfo era una conmemoración militar otorgada cuando el ejército enemigo era extranjero.
La victoria de César en Hispania, culminada en la batalla de Munda, se produjo sobre las tropas de Cneo y Sexto Pompeyo, ambos romanos, y no fueron pocas las voces en Roma que criticaron aquel gesto. Pontio Aquila, que aquel año era tribuno de la plebe, permaneció sentado en la grada cuando el carro dorado del dictador pasó ante él. Aquel acto no pasó desapercibido para el homenajeado que, en días sucesivos, añadía la coletilla «Siempre y cuando le parezca bien a Pontio Aquila» a todo lo que proponía en el senado.
Suponemos que esta circunstancia, precipitó su caída en desgracia y le convirtió en un perfecto candidato para la conspiración que ya debía estar en marcha.
Tras los Idus se unió como legado mayor al ejército de Marco Antonio. Murió en combate en la ignomiosa derrota que Agripa infligió al cónsul en la batalla de Módena, el 21 de abril del año 43 a. n. e.
El propio Agripa y Octavio ofrecieron una recompensa al legionario que hundiese su gladium en el cuerpo de Pontio Aquila. Se desconoce quién lo logró, pues aquella recompensa fue repartida entre toda la tropa.
—Décimo Bruto.
Uno de los dos “Bruto” que participaron en la conspiración y probablemente al que peor ha tratado la historia.
Décimo era familiar de Julio César y tuvo un papel muy relevante en la guerra de las Galias. Permaneció siempre al lado del dictador y los motivos por los que decidió formar parte de la conspiración son espurios. Es posible que los celos ante Marco Antonio tuviesen mucho que ver.
Décimo se consideraba mejor militar y desde luego era más fiel a César. Marco Antonio había provocado alguna rebelión entre las legiones y varios altercados y escándalos en Roma. Sin embargo, César le seguía teniendo más en cuenta que a Décimo que todas sus decisiones. En los nombramientos póstumos del Dictador, Marco Antonio logra acceder al consulado, mientras que Décimo tan solo obtiene un destino como gobernador de una provincia —eso sí, de la Galia Cisalpina—.
Si damos credibilidad a Suetonio sobre las últimas palabras de Julio César, —ese «tu quoque, Brute, ¡filii mei!!» que Shakespeare convertiría en «¿Tú también, Bruto?» y que se instalaría eternamente en el imaginario popular—, César se hubiese dirigido a este Bruto y no a Marco Junio Bruto, del que hablaremos más adelante.
En cualquier caso, y desde un punto de vista estrictamente médico, se hace difícil creer que un hombre apuñalado al menos dos docenas de veces, con serias heridas en los genitales y en la cara, fuese capaz de crear frases especialmente rebuscadas o ingeniosas en su lecho de muerte.
La versión de Plutarco, que nos relata que Julio César murió en silencio y tapándose la cabeza con su toga, se considera más cercana a la realidad.
Décimo tuvo la sangre fría de cenar la noche antes de los Idus con el hombre al que iba a asesinar. Las fuentes antiguas citan que llegaron a hablar de la mejor forma de morir y que César aseguró que prefería una muerte inesperada. De ser cierto, Décimo bien pudo pensar que iba a concederle su deseo. A la mañana siguiente, fue la persona que recogió a César en su residencia y caminó con él hasta el lugar donde iba a asesinarle. Su papel fue principal y su traición mayor, si cabe, que la de Trebonio. Esto le valió el repentino y visceral odio de Roma.
Tras los Idus, Décimo Bruto ocupó la plaza como gobernador que le había concedido el hombre al que asesinó. Una vez más volvió a cruzarse en su camino Marco Antonio, que requirió la provincia para sí al acabar su consulado y acabó lanzando su ejército contra Décimo y sitiándole en Módena.
El senado dominado por Cicerón envió a Octavio en auxilio de Décimo Bruto pero una vez que le liberó del asedio, Octavio se negó a unir sus fuerzas con el asesino de su padre adoptivo contra su enemigo común, Marco Antonio.
Décimo decidió salir en solitario en persecución de un debilitado Marco Antonio, pero comenzó a sufrir continuas deserciones entre sus filas. Finalmente, él mismo decidió también desertar de su propio ejército y huir a Macedonia, donde esperaba unirse a Bruto y Casio.
Décimo Bruto falleció asesinado en mitad de aquel viaje a manos de un líder tribal galo antiguo colaborador de Julio César. El galo le cortó la cabeza y se la envío como presente a Marco Antonio en algún momento del verano del año 43 a.n.e.
—Minucio Básilo.
Otro destacado colaborador de Julio César en la guerra de las Galias —en algunos pasajes de aquella larga campaña llegó a dirigir la caballería—, que se sintió ninguneado tras la guerra civil.
Cicerón cuenta en sus escritos, que el Dictador recompensó a Básilo por sus servicios tan solo con una importante suma económica y no con una provincia como esperaba el senador.
Sin entrar a valorar las opiniones partidistas de Cicerón, lo cierto es que Básilo fue perdiendo posición e influencia en la tienda mando en favor de hombres como Labieno o el omnipresente Marco Antonio. Aquella compensación económica pudo terminar de enemistarle con César, dado que en Roma era casi un insulto recibir dinero tras una misión que, en teoría, debía realizarse en nombre de la república. Básilo esperaba enriquecerse por sus propios medio, normalmente expoliando una provincia.
Tras los Idus, Básilo fue unos de los pocos conspiradores que no abandonó Roma. En septiembre del año 43 a.n.e. se produjo en su villa una rebelión de esclavos que acabaron salvajemente con su vida.
Ninguno de aquellos esclavos fue castigado por el asesinato. Consiguieron obtener la protección de Octavio, que ya estaba en plena ascensión y que se aseguraba de premiar cualquier acto contra los asesinos de Julio César.
Siguiendo el orden cronológico de los acontecimientos que rodearon a los asesinos de Julio César tras los Idus de marzo, es importante hacer un inciso tras la muerte de Básilo. A finales del año 43 antes de nuestra era y con un Octavio Augusto convertido en el amo de Roma, se celebró un juicio contra los veintitrés asesinos —nuevamente aparece esta cifra a pesar de cuatro de ellas ya habían muerto, pero tenemos constancia de que los fallecidos también fueron juzgados—.
Como fiscal actuó Agripa, quien consiguió veintitrés condenas en tan solo dos días de juicio. Los acusados fueron declarados enemicus y nefas. Todas sus propiedades fueron confiscadas, sus cuentas embargadas, se ordenó derribar las estatuas que diferentes ciudades habían erigido en honor de algunos de ellos, se prohibió cualquier mención al acto que habían cometido diferente a la de “homicidio”, y a muchos de sus descendientes se les negó asilo, alimento o fuego a dos mil millas de Roma. Octavio Augusto juró en público al acabar el juicio, que no descansaría hasta ver muertos a todos y cada uno de los asesinos de Julio César.
Continuando con la rigurosa cronología de los acontecimientos, es necesario detenernos en la figura de Cicerón.
Marco Tulio Cicerón no estuvo entre los conspiradores. Plutarco dice de él: «lo que no relata en sus cartas, se lo cuenta a sus esclavos».
Y no es esta la única constancia que tenemos de su incontinencia verbal. Probablemente este hecho hizo que los conspiradores le dejasen fuera de un complot, que necesitaba del secretismo para tener éxito.
Sin embargo, tras los Idus de marzo, Cicerón se convirtió en el principal defensor del magnicidio y de los llamados “Libertadores”.
El filósofo se ocupó de domesticar al senado, de favorecer las causas de los conspiradores y dirigió durísimos ataques contra aquellos que les atacaban, entre ellos un Marco Antonio que protagonizó su enésimo cambio de bando al respecto.
Todo ello provocó que, tras la unión del Segundo Triunvirato, el nombre de Marco Tulio Cicerón fuese el primero en la larga lista de proscritos que serían inmediatamente declarados enemigos de Roma.
El afamado filósofo murió en su villa de Formia el 7 de diciembre del año 43 a.n.e. asesinado por un caza recompensas.
La batalla de Filipos.
Tras el ascenso de Octavio, la felonía de Marco Antonio y la repulsa de Roma, la práctica totalidad de los conspiradores que seguían vivos, se reunieron en Filipos para hacer frente al gobierno legítimo de Roma.
La batalla —que en realidad se dirimió en dos contiendas en días diferentes— acabó con el enfrentamiento entre Libertadores y el Segundo Triunvirato. Con la victoria de estos últimos y la mayoría se asesinos de Julio César muertos.
—Casio Longino.
Probablemente el principal instigador del magnicidio. Longino era un férreo defensor de la República más clásica, vivía anclado en el pasado y en las tradiciones más conservadoras.
El carácter aperturista y las reformas de Julio César nunca fueron de su agrado y llegó a militar en el bando de Cneo Pompeyo durante la guerra civil. Pocos meses después de Farsalia, y tras constatar que el bando optimate estaba descabezado y probablemente acabado, se dirigió a Tarso, donde se rindió oficialmente y recibió el perdón de César. Éste le restauró su fortuna y el resto de sus posesiones porque le consideraba un “pequeño Catón” y quería su oposición en el senado.
Longino nunca ocultó sus críticas a la acumulación de poder y a las políticas del hombre al que acabaría asesinando. Sin embargo, llegó a ocupar dos cargos importantes por designación directa de César. Tras los Idus se incorporó a unos de ellos. Se convirtió en pretor, aunque rápidamente el puesto se le quedo pequeño y reclamó para sí buena parte de las provincias orientales de Roma.
Curiosamente, llegó a acumular una cantidad de poder y cargos, francamente contrarios a las tradiciones de la República clásica que tanto defendía.
Longino era el principal estratega y estaba al mando de las fuerzas que se encontraron con el Segundo Triunvirato en Filipos.
En la primera de las dos contiendas, y tras quedar aislado y sin perspectiva sobre el verdadero curso de la batalla debido a una gran polvareda, se quitó la vida arrojándose sobre su gladium, para evitar que le capturasen vivo.
Casio Longino se suicidó usando el método ceremonial romano el 3 de octubre del año 42 a.n.e. En realidad, estaba cerca de ganar aquella batalla y los hombres por los que se sintió amenazado eran de su propio ejército.
Los hijos ilustres.
Son varios los asesinos, que vieron envueltos en la conspiración, debido a la posición que sus padres habían adoptado durante la guerra civil. Todos ellos habían sido restituidos en sus cargos y admitidos en el senado, pero nunca olvidaron las afrentas a las que habían sido sometidas sus familias.
—Léntulo Spinter.
Uno de los grandes desconocidos de esta historia. Muy poco sabemos de él, salvo que su padre fue partidario de Cesar en el inicio de su carrera, y que se vieron súbitamente distanciados por circunstancias que no han trascendido. Algunas fuentes sugieren que Julio César ordenó el asesinato de su padre en Rodas y que, tras estos hechos, Spinter comenzó a frecuentar a las compañías de Bruto y Longino.
Falleció en combate en Filipos en la segunda de las contiendas, acaecida el 23 de octubre del año 42 antes de nuestra era.
—Marco Porcio Catón (hijo).
El hijo del mayor enemigo romano de Julio César debió necesitar poca insistencia para unirse a la conspiración. La relación entre su progenitor y Dictador fue de mal en peor a lo largo de sus vidas y, tras el fallecimiento de Catón, César castigó duramente los intereses de la familia.
La poderosa figura del padre, eclipsa la práctica totalidad de la vida de su hijo, por lo que son escasas las referencias a su vida en las fuentes antiguas. Suponemos que en algún momento debió rendirse ante César tras el horripilante suicidio de Catón en Útica, y que el dictador le permitió entrar en el senado como acto de magnanimidad. Después es fácil pensar que era un candidato idóneo para los conspiradores.
Tras los Idus huyó de Roma y permaneció al abrigo de Casio hasta llegar a Filipos.
Murió en combate en la primera contienda.
—Quinto Hortensio.
Otro de los desconocidos.
Probablemente será hijo de Quinto Hortensio Hórtalo, célebre orador y letrado, pero no podemos confirmarlo. Algunas fuentes le sitúan como gobernador de Macedonia —nombrado por Julio César—.
Resulta imposible confirmar su identidad debido a lo común de su nombre.
Tampoco disponemos de una constatación fiable sobre sus motivos para unirse a la conspiración.
Sin embargo, es citado por varias fuentes como uno de los asesinos que fueron capturados vivos en Filipos e inmediatamente ejecutados después.
Hay otros “hijos ilustres” citados por algunas fuentes, como Cneo Domicio Ahenobardo, pero sus referencias se acercan más a las conjeturas que a los hechos probados.
—Hermanos Cayo y Publio Servilio Casca.
Al margen de los “Bruto” y Longino, los hermanos Casca son prácticamente los únicos asesinos citados por todas las fuentes. Probablemente esto se deba a que uno de ellos fue el que inició el ataque que culminó en magnicidio. Julio César consiguió zafarse de ese primer ataque y llegó a herir a uno de los Casca con un punzón de escritura. (No podemos asegurar a cuál de ellos).
Ambos eran importantes comerciantes que se habían visto perjudicados por el ascenso de Julio César. Es posible que mantuviesen cierta relación de amistad y algunos negocios comunes. Sin embargo, varias de las disposiciones de César al acceder con el poder absoluto, perjudicaron gravemente de intereses de los hermanos Casca. Tenemos constancia de que sus motivaciones no fueron políticas.
Tras los Idus se vieron obligados a huir de Roma. Vivieron como prófugos durante un tiempo y estuvieron a punto de ser capturados en varias ocasiones, en las que debieron hacer uso de su fortuna para sobornar a sus captores.
Existe cierta constancia de que Cayo murió en combate y Publio se suicidó ese mismo día.
Se desconoce si su desaparición acaeció en el primer o en el segundo día de contienda de Filipos.
—Quinto Ligario.
Otro de los grandes desconocidos del magnicidio.
Podría haber accedido al senado por méritos militares y ascendido en la vida pública romana bajo el ala de Cicerón. Con ello, su cercanía al grupo de Casio y Trebonio estaría garantizada. Apenas hay referencias históricas sobre su figura antes y después del asesinato.
Se pierde su pista entre los Idus de marzo y la batalla de Filipos.
Falleció en combate en la primera de las contiendas.
—Pacuvio Labeón.
Importante jurista romano firme defensor de la República tradicional, lo que le granjeó la enemistad con Julio César.
Se sabe que el algún momento el Dictador le perdonó la vida como a tantos otros. Pudo ser tras la batalla de Farsalia. Labeón regresó a Roma y nunca dejó de intentar legislar contra César. Por lo tanto, cuando se forjaba el complot, debió ser un claro candidato a formar parte de él.
Tras los Idus forjó una gran amistad con Marco Junio Bruto, lo que le llevó a seguirle a Macedonia y posteriormente a Filipos.
Sabemos que se suicidó para evitar que le capturasen vivo, aunque desconocemos en cuál de las dos contiendas.
—Sexto Quintilio Varo.
Si bien es cierto que no podemos garantizar su participación directa en el magnicidio, es muy probable que participase de forma activa en él, dada la relevancia que adquirió entre los Libertadores después de los Idus.
Como en otras ocasiones, son muy vagas las referencias a él previas al magnicidio. Probablemente debido a la gran trascendencia que alcanzaría su hijo tiempo después. Es el padre de Publio Quinto Varo, que alcanzaría gran fama durante el posterior gobierno de Octavio. Es fácil imaginar que Octavio Publio, hicieron desaparecer las referencias acusatorias hacia su padre y ocultar en todo lo posible su pasado familiar.
Sabemos que se suicidó en Filipos, aunque se desconoce la fecha y las circunstancias de su muerte.
—Livio Druso Nerón.
Perteneciente a una de las más ricas e importantes familias senatoriales romanas, Druso Nerón se opuso firmemente al concepto de dictadura que estableció Julio César. A pesar de ello, se desconoce si participó activamente en la guerra civil.
Tras los Idus fue uno de los conspiradores que se atrevió a permanecer en Roma, dada su alcurnia y el poder de su familia. Poco a poco, esa familia se fue fragmentando y acabó dividida y apoyando con alguno de sus miembros a uno u otro contendiente.
Justo antes de la batalla de Filipos, Druso consiguió casar a su hija Livia con su primo Tiberio Claudio, en un último intento por mantener la estabilidad y la unión de la familia. Años después, esta Livia se casaría con Octavio y se convertiría en emperatriz de Roma.
Varias fuentes hacen referencia a su valentía y ferocidad durante la batalla, lo que le valió durante un tiempo el apelativo de “El último romano”.
Druso Nerón se suicidó en la soledad de su tienda cuando supo que los Libertadores habían perdido la segunda contienda de Filipos y por tanto la guerra.
—Marco Junio Bruto.
El “otro Bruto” al que hemos nombrado anteriormente y principal beneficiado del error de Shakespeare.
Era hijo de Marco Junio Bruto (el viejo) —jamás ha existido la posibilidad de que fuese hijo de Julio César— y de Servilia Cepionis. Ella fue la amante pública del dictador durante años hasta la aparición de Cleopatra. Este hecho provocó la confusión (¿…?) del dramaturgo inglés.
Bruto fue un político con poca relevancia que consiguió convertirse en uno de los hombres más ricos de Roma gracias a su actividad como prestamista y sus negocios inmobiliarios. Muy joven se casó con la hija de Catón, el principal enemigo político de César y cuando se desató la guerra civil, se alineó en contra del dictador y de su propia madre.
Tras la batalla de Farsalia Julio César perdonó a Bruto personalmente y le aupó de nuevo junto con la alta sociedad romana, le concedió cargos públicos y le introdujo en su círculo de confianza.
A pesar de todo esto, Bruto no ocultó jamás su pensamiento Republicano. Los historiadores consideran que César le eligió como uno de los peones que deseaba tener en el senado haciéndole una suave oposición.
Marco Junio Bruto fue uno de los últimos conspiradores en unirse al complot y su reticencia a punto estuvo de acabar sacando a la luz la trama. Días antes de los Idus de marzo, aparecieron pintadas en Roma haciendo mención a su cobardía para «hacer lo que hay que hacer».
Finalmente se unió al complot y probablemente fue su concurso fue lo que precipitó el magnicidio. Los conspiradores le veían como el tipo de persona poderosa, influyente y con contactos, que necesitaban para salir airosos del crimen.
Tras los Idus fue de los últimos en comprender que la plebe repudiaba el asesinato de Julio César y se negó a abandonar Roma hasta que temió gravemente por su seguridad y la de su familia.
Cuando al fin abandonó la ciudad, se permitió usar el cargo que le había concedido el hombre al que asesinó y se convirtió junto a Casio en la cabeza visible de los Libertadores.
Bruto no estaba preparado para la vida militar y mucho menos para dirigir un ejército. Función que recayó sobre sus hombros tras el suicidio de Casio.
A él le debemos los veinte días transcurridos entre las dos contiendas de Filipos, pues no se atrevía a salir a luchar contra los Triunviros a pesar de la delicada situación que atravesaban éstos.
Cuando al fin salió a combatir, prácticamente dio por perdida la contienda desde el primer momento. Se equivocó con la disposición táctica, ofreció órdenes contradictorias y acabó huyendo del campo de batalla.
Esa misma noche su historia acabó en una especie de suicidio deshonroso, pues tuvo que pedir ayuda a un esclavo para que le ensartase en su gladium por faltarle valor para hacerlo él solo.
—Marco Favonio.
Ferviente defensor de Catón e incansable luchador contra la corrupción en Roma. Su enfrentamiento con César viene de antiguo, pues conspiró para negarle un triunfo cuando el Dictador fue gobernador en Hispania.
Como no podía ser de otra manera, en la guerra civil tomó partido por Catón y los suyos. Volvió a Roma amnistiado y ejerció la política con un perfil bajo hasta el magnicidio.
Hay que decir que Plutarco, en la “Vida de Bruto”, excluye a Favonio como uno de los conspiradores, aunque otras fuentes le incluyen en el complot.
Tras los Idus, abandono Roma rápidamente, se instaló en Asia y esperó la llegada de Casio.
No murió directamente en la batalla de Filipos, sino que fue capturado y ejecutado por traición días después.
—Décimo Turulio.
Poco sabemos de Turulio antes de los Idus de marzo. No hay fuentes que le citen y su posterior actividad como pirata al servicio de Sexto Pompeyo, eclipsa cualquier labor anterior.
Sabemos que Turulio estuvo en Filipos y consiguió huir. Debía ser experto navegante porque se unió a Sexto Pompeyo, el hombre que puso en jaque a la Roma de Octavio, y se convirtió en uno de sus lugartenientes.
Tras la derrota de Sexto, fue reclutado por Marco Antonio cuando la ruptura de Triunvirato era más que evidente y luchó para éste último en Accio, donde fue derrotado. Turulio consiguió salir vivo también de esta batalla, pero navegó a la deriva hasta quedarse sin víveres por miedo a arribar a puerto y ser detenido.
Finalmente demostró que aquellos temores eran ciertos, pues la primera vez que tocaron puerto, en Pérgamo, fue entregado por su propia tripulación a las autoridades de la ciudad.
Le ejecutaron inmediatamente para congraciarse con Octavio un día indeterminado de septiembre del año 31 a.n.e.
—Casio Parmensis.
Poeta y escritor del que desconocemos sus motivos para unirse a la conspiración. Casi toda su extensa obra se ha perdido debido a la proscripción que sufrió por parte de Octavio.
Tras los Idus, podría haber huido a Atenas donde publicó varias soflamas Republicanas de las que después se haría eco Cicerón.
Algunas fuentes le sitúan en Filipos. En cualquier caso, acabó siguiendo un camino paralelo al de Turulio: se unió a Sexto Pompeyo y acabó reclutado por Marco Antonio para su flota.
También consiguió salir vivo de Accio y se refugió en Atenas bajo un nombre falso.
Finalmente fue traicionado y denunciado por alguno de sus colaboradores. Octavio ordenó su asesinato en algún momento del año 30 antes de nuestra era.
—Cesenio Lento.
Lento había sido un prometedor militar que adquirió cierto prestigio durante la guerra civil en el bando de Julio César.
El Dictador le llevo con él a Hispania como uno de los principales legados y suya fue la misión de capturar a los hermanos Cneo y Sexto Pompeyo tras la derrota de Munda.
Cesenio Lento nunca dio con el paradero de Sexto, pero si con Cneo, al que ejecutó sumariamente en los alrededores de Córdoba. Después le cortó la cabeza para llevársela al Dictador. Este acto impidió la proverbial clemencia de César —que hemos nombrado en varias ocasiones— y Lento fue expulsado del ejército y enviado a Roma a la espera de juicio por asesinato.
A su llegada a Roma se unió inmediatamente a la causa de Bruto y Casio, y nunca llegó a ser juzgado.
Curiosamente, tras los Idus se pierde su historia y no sabemos que fue de él, ni la fecha de su fallecimiento.
Hay más nombres, probablemente tantos como fuentes antiguas e intereses en desprestigiar a una u otra familia, pero solo éstos diecinueve atesoran el rigor histórico suficiente como para aparecer entre los asesinos de Julio César.
Un artículo de Jose Barroso.