Buenos días, doctor. Deje que le cuente. Tengo un amigo que está enfermo. Su nombre es Isaac. Mi amigo antes era normal y sabía muy bien lo que tenía que hacer. Solía llevar una bolsa negra llena de canicas en el bolsillo. Le gustaba caminar haciéndolas sonar y cuando se sentaba en algún sitio, sacaba la bolsita de esferas y las contaba una y otra vez. Independientemente de que las contase un lunes, un martes o un miércoles; independientemente de que las contase de día o de noche, siempre había el mismo número de canicas. Todas eran redondas aunque algunas variaban en tamaño o color. Eso es lo que más le divertía a mi amigo: La variedad dentro de la propia condición de canica. Cuando se iba a dormir, dejaba la bolsa de canicas en el salón. Dormía a gusto y relajado porque sabía perfectamente que, al día siguiente, la bolsita de canicas iba a estar en el mismo lugar donde la había dejado, con todas las canicas dentro sin faltar ni una. Era capaz de predecir esto porque, durante toda su vida, había observado el comportamiento de las canicas y nada le hacía sospechar lo contrario. El vecino de mi amigo coleccionaba sellos y al parecer tampoco tenía noticia de que ningún sello se hubiese fugado alguna vez de su casa. Por lo tanto, el vecino de mi amigo dormía también a pierna suelta. Daba gusto encontrarse con ellos por la calle, haciendo, mi amigo, sonar sus canicas y viendo pasear al vecino con el libro de sellos bajo el brazo.
Eso era antes. Ahora ya no. Ahora mi amigo ya no reconoce a sus padres. El otro día vinieron a visitarle y él les trató como si fueran vendedores de enciclopedias. Su madre llamó llorando por la noche pidiendo explicaciones. Mi amigo tampoco reconoció su voz a través del aparato. Colgó el teléfono, se rascó el brazo y se quedó fijamente mirando las uñas con las que se había rascado. Le pareció ver unos cristales microscópicos que reflejaban su propio rostro. Uno de esos cristales absorbió a otro que tenía al lado y que parecía de menor tamaño. El rostro de ese cristal sonrió plácidamente. Mi amigo no salía de su asombro.
A Isaac también le gusta mucho ir al fútbol. Siempre compra la entrada con antelación. El problema es que no son numeradas. Nunca sabe dónde va a sentarse la tarde del partido. Para llegar al estadio hay que recorrer una gran avenida que está en pendiente descendente. Desde el inicio de esa gran avenida se divisa el estadio con ríos de gente que se apelotona hasta llegar a él. Mi amigo resopla sonoramente y se mezcla con la masa ondulante. Bajan todos al unísono como si de una procesión se tratase. Al llegar a las taquillas es cuando mi amigo se muestra más desconcertado. Tiene que entregar su ticket y pasar a través de esa estrecha ranura que llaman “tornos”. Pasan de uno en uno. Una vez dentro del estadio, la gente se coloca aleatoriamente ocupando primero los mejores lugares cerca del césped y a la sombra. Desde el segundo anfiteatro se puede ver cómo el público se va colocando y cómo ondula de nuevo hasta que el árbitro pita el final del partido. Que mi amigo tenga una buena posición en la fila, no le garantiza que vaya a obtener un buen asiento dentro del campo. Esto le desanima tanto que el domingo pasado decidió no volver jamás al fútbol. No comprende porqué su posición en la fila no se corresponde con su posición en la grada. Piensa que es ridículo.
El otro día Isaac bajó a comprar el pan. Ahora va a una panadería nueva que tiene horno propio. Allí el pan está más rico pero suele tener problemas con el servicio. Pidió una barra de pan que estuviese bien cocida.
-Bueno, eso va a ser difícil de saber. – respondió la panadera.
-¿Cómo es posible que usted haga el pan y nunca sepa cuáles de sus barras están más hechas? – replicó mi amigo.
-No me entiende. Quizás tenga usted su barra de pan bien cocida o quizás no. Eso dependerá de si abrimos el horno. – dijo ella mirando a Isaac con una oronda sonrisa.
-Bueno, pues ábralo. – espetó contrariado.
-El problema de abrir el horno es que no sabemos si estará la barra de pan que usted quiere. Si lo abro, debe quedarse con la barra de pan que le toque. Pero si no lo abro, puede quedarse con las dos barras de pan: la que está muy cocida y la que no lo está tanto.
Él ya no aguanta esta presión y regresa a casa la mayor parte de las veces sin un triste pan bajo el brazo.
Mi amigo tiene encendida la tele las 24 horas del día. Dice que no la puede apagar. Que cuando lo ha intentado, ha recibido quejas de los vecinos diciendo que sus aparatos eléctricos también han dejado de funcionar. Él no puede imaginarse qué tendrá que ver su tele con el resto de los electrodomésticos del edificio. La verdad es que cuando ha apagado el televisor y se ha asomado al balcón, ha visto que todas las farolas y semáforos habían dejado de funcionar y que algunos coches se habían estrellado por esto. Increíble. Después de encender de nuevo la tele, ha tenido que aguantar el rapapolvo de los presentadores del telediario que se han dirigido a él para exigirle que no vuelva a apagar el dichoso ingenio. Mi amigo no entiende nada. Se ha dado cuenta de que cuando apaga el televisor, medio mundo deja de funcionar. Lo único que puede hacer es bajar el volumen, tapar el aparato con una manta o cerrar la puerta del salón. Nada más.
Después de cenar, Isaac siempre se echa en la cama boca arriba mirando al infinito hasta que le entra el sueño. Pero últimamente es incapaz de dormir. Mantiene la mirada fija en un punto del techo. Está pintado de blanco y con gotelet. De pronto, su vista se acelera atravesando el espacio y es capaz de enfocar cosas muy pequeñas. Pone un pie imaginario en una de esas cosas pequeñas, se agacha para verla mejor y vuelve a enfocar la mirada hacia el infinito microscópico y a divisar nuevas cosas aún más pequeñas. Así pasa las noches: sin dormir; atravesando espacios ilimitados que se repiten y que no tienen sentido alguno. Mi amigo también ha intentado cerrar los ojos para no seguir viendo el techo de gotelet y sus imágenes. Pero en cuanto los cierra, su visión se acelera otra vez hacia el infinito y parece viajar entre las estrellas, repitiendo los mismos pasos escalares pero con dimensiones macroscópicas. Viaja de planeta en planeta, de galaxia en galaxia y llega a lugares donde ningún humano ha estado. Si se da la vuelta en la cama y se pone bocabajo, tampoco sirve de nada. El viaje comienza de nuevo pero esta vez a través del olfato. Empieza a desmenuzar los olores que tienen las sábanas y cada vez es más sutil en su descomposición, alcanzando con la nariz un resumen histórico de todas las personas que han usado alguna vez esas sábanas o incluso el olor de las manos de quienes las fabricaron o de quienes recolectaron el algodón antes de que se hiciese la tela. Él cree que todo esto es culpa de un pan de almendras – Mandelbrot, él lo llama – que le vendieron el otro día en un colmado alemán que hay cerca del parque y que posiblemente estaba envenenado. No lo sé. Yo he estado en su casa y nunca he visto ese famoso Mandelbrot. Quizás se refiera a otra cosa. Como le digo, doctor, cada vez comprendo menos a mi amigo.
Isaac también me cuenta que ya no usa gasolina para su coche. Dice que ahora hay una gran oruga de color verde oscuro que se ha instalado debajo del capó. Cuando sube al coche, la oruga parece leer los pensamientos de mi amigo y siempre le lleva al lugar deseado. Él simplemente se dedica a sentarse en el asiento del copiloto. Nada más. Parece que este motor biológico tiene algún tipo de instinto natural que le hace comportarse de esa manera. Y no consume gasolina, que es lo mejor de todo. De lo único que se alimenta es de lo que se encuentra tirado por la calle. Yo no sé qué pensar.
Otro de los cambios que ha detectado tiene que ver con los picores. Lo normal es que cuando te pica un brazo, te lo arrascas, ¿verdad? Y si no te pica ese brazo, no hay motivos para rascárselo. Pues bien: El otro día estaba mi amigo sentado en un vagón del metro y ocurrió una cosa bastante curiosa. A un hombre empezó a picarle visiblemente la nariz. Ni corto ni perezoso, mi amigo se rascó la suya. Desde aquel instante, cada vez que a alguien le pica una parte de su cuerpo, mi amigo lo detecta y se rasca con placentera dedicación. Y lo gracioso es que el otro se alivia. La curiosidad de mi amigo le ha llevado a hacer un experimento. Se ha colocado frente al espejo del cuarto de baño y ha esperado pacientemente hasta que algún picor le ha venido. En cuanto ese hormigueo se hacía notar, se miraba fijamente contra el vidrio y aguardaba a que su imagen reflejada se rascase la parte del cuerpo que a él le picaba. Dicho y hecho. Si le punzaba una oreja, su reflejo se rascaba y él quedaba del todo aliviado. Ahora mi amigo se rasca porque no le pica. Desesperante, ¿verdad?
Más o menos esto es todo lo que quería contarle, doctor. Le pido su ayuda. Ayúdeme, doctor, porque ya no sé lo que hacer con mi amigo. Y la verdad es que él tampoco sabe lo que hacer consigo mismo. Ya no sabe si seguir contando sus canicas. Ahora las canicas se mueven, cambian de forma y desaparecen. Algunas salen de paseo y regresan después de algún tiempo. Otras se funden entre sí formando una gran canica. Y otras se fusionan formando una canica pequeña pero increíblemente más pesada. Ahora se siente observado por sus propias canicas hasta tal punto que ya no sabe quién observa a quién. Es más, ya no está seguro de que él sea él y no una canica. El otro día las canicas no le dejaron salir de casa argumentando que la canica era él y que ellas eran mi amigo. Se le pusieron los pelos de punta. Isaac ahora se pregunta qué pasaría si incrustase una de sus canicas en el techo de la habitación. Quizás podría ver la infinitud de canicas que hay dentro de la misma, simplemente viajando con la mirada. Quizás también las canicas bidimensionales que viven en los bordes de la esfera incrustada. O quizás encontraría dentro de ella tanto a los objetos pequeños microscópicos como a las grandes galaxias e incluso a los olores, resonando hasta el principio del tiempo. Ha pensado en entregar sus canicas a la oruga verde para ver adónde las lleva. Quizás así pueda saber algo más de su procedencia.
Después de lo que le pasó en el estadio, ya no sabe cómo comportarse en público si nadie se lo dice. Si se encuentra con un vecino que le pide que se comporte como individuo particular, lo hace. Y si luego se encuentra con otro que le pide que se comporte como masa ondulante, también lo hace. El problema viene cuando no se tropieza con ningún viandante. Se bloquea por completo y se arruga en el suelo incapaz de dar un paso. Está aterrorizado. Ya no sabe caminar solo por la calle. Necesita encontrarse con gente que le indique cómo se debe comportar.
La última vez que fui a pasear con él al parque se quedó absorto mirando la vegetación. Después de un rato se giró y con lágrimas en los ojos me confesó que ya no sabía si estaba mirando al árbol o al bosque. Me dijo también que cuando le picaba un brazo ya no estaba seguro de que le estuviese picando a él o de que ni siquiera ese fuese su brazo. Tras esto, tomó asiento en un banco y pronunció las siguientes palabras:
-Llevo toda la vida estudiando mi propio cuerpo. He convencido a los demás para que se comporten de cierta manera. Ahora nada de eso vale. Ya no tiene sentido abrir el horno para sacar el pan. Prefiero imaginarme un pan tostado y jugoso dentro de mi boca antes que abrir el horno y que la panadera me entregue una masa blanca sin cocer y me la tenga que llevar a casa. Prefiero cargar con dos barras de pan virtuales, antes que con la posibilidad de que salga el pan que yo no quiero. También me pregunto si las canicas serían capaces de obtener el pan correcto sin abrir el horno. Ojalá viniese la policía conmigo a la panadería y le dijesen a la panadera cómo se tiene que comportar. Mi sobrino pequeño me ha explicado que dos más dos no son cuatro; que todo depende del día que hayan tenido esos tres números. Mi padre una vez me contó que dos galgos juntos cazan muchos más conejos de los que cazarían por separado. Pero ahora no soy capaz de recordar quién es mi padre. Quizás sea algún personaje que haya visto por televisión. La tengo 24 horas al día encendida. Sinceramente, ya no entiendo nada.
FIN