En primer lugar, déjenme que me presente. Me llamo Lorenzo y tengo 38 años. Vivo en Madrid y escribo. He ganado ya algunos premios literarios de distinta índole. El último que gané, lo organizó una importante editorial catalana. Hace un par de meses conseguí un agente y, según me cuenta este, ya hay un editor interesado en publicar mi quinta novela. No se puede decir que sea un escritor de éxito pero parece que voy por el buen camino. Mi novia se llama Pilar. Hace ya siete años que nos conocemos y cinco, que llevamos saliendo. Ella ya está pensando en matrimonio. A mí, la verdad, no me desagrada la idea. No pagamos mucho por la hipoteca y ella tiene un buen puesto en el Centro de Arte Reina Sofía.
La historia que quiero contarles comienza la mañana del 22 de diciembre de este año que acabamos de concluir. Pilar ya se había marchado a trabajar y yo seguía aún en la cama. No sé por qué pero a mí siempre me cuesta madrugar. La televisión estaba encendida con el volumen muy bajo. Creo que no eran ni las diez cuando, de pronto, sonó el teléfono. Me dio un tremendo susto. Moví torpemente la mano por toda la mesilla intentando alcanzar el dichoso aparato. Tiré las gafas, el paquete de kleenex y el libro que Pilar estaba leyendo. Al final, eché mano al aparato.
¡Boquerones! Me quedé sin habla. Ahora sí que me había despertado del todo. Ni jamón, ni queso, ni Miguelitos de la Roda. ¡Boquerones! Prosiguió:
Debería haber dicho todo esto pero, ¿lo dije? Por supuesto que no. Accedí a sus peticiones, tomé buena nota en uno de los kleenex de Pilar, me recordó que fuese a Barajas a recoger a mi hermano Javier y me indicó que nos veríamos el lunes en Lanzarote. Curiosa manera de empezar las vacaciones de Navidad. Debería haber aceptado la invitación de Pilar y quedarme en Segovia con su familia. Bueno, la verdad es que mi hermano Javier lleva bastante tiempo viviendo en Holanda y hace casi cinco años que los tres hombres de la familia no estamos juntos. Quizás por eso acepté la invitación de mi padre para esta nochebuena.
Cogí el coche y me dirigí al aeropuerto. Mi hermano llegaba a las doce. Me costó un triunfo encontrar sitio en el aparcamiento. Miré en los paneles de información y su avión no había llegado todavía. Me daba tiempo a echar un pitillo. Me giré buscando una de esas celdas de fumadores que hay en el aeropuerto. No vi ninguna cerca. Recorrí varios pasillos sin mejor suerte. Cuando al fin oteé una ahí al fondo, apareció el vuelo de mi hermano en los paneles y tuve que dejar el cigarrillo para más tarde.
Y allí estaba él. Salió uno de los primeros. Llevaba un abrigo verde y una mochila enorme. Me vio a lo lejos y se sonrió. Yo no me pude contener y se me escapó también una amplia sonrisa. Vino hacia mí con esos enormes brazos abiertos que tiene y me pegó tremendo achuchón.
Me ofrecí a llevarle la mochila pero él insistió en que era demasiado pesada para mí. Me sonrió condescendiente y apretó el paso. De camino a casa me comentó algo acerca de un curso de reciclaje que estaba haciendo en su trabajo. Mi hermano es programador informático para una gran empresa turística holandesa.
Con lo ameno de la conversación llegamos a mi casa enseguida. Javier fue directo a la nevera, cogió unas cuantas lonchas de queso y un poco de pan. Lo deglutió todo en silencio y a gran velocidad mientas yo le contaba lo de mi nueva novela. En cuanto se acabó lo que tenía entre dientes exclamó: “¡eso es muy interesante!” y se metió en el cuarto de baño. A los cinco minutos ya estaba en mi cama roncando. Así es mi hermano. Por eso precisamente le quiero tanto.
El lunes ya estábamos de nuevo en un aeropuerto. Hicimos tiempo tomando café en uno de los restaurantes de Barajas. En la televisión decían que la temperatura en las islas Canarias iba a ser de 25ºC y con mucho sol. Yo nunca había pasado unas navidades con gafas de sol, traje de baño y chanclas. En el avión, mi hermano pidió carne y yo pescado. No me preguntéis si estaba rico. En los aviones la comida nunca está rica. El caso es que mi hermano, intentando abrir un sobre de kétchup para su hamburguesa, me tiró de un codazo el tenedor y todo el pescado acabó en mis pantalones.
¡Ya había aparecido la palabra mágica!: “Cositas”. Así era como me llamaba mi padre cuando éramos pequeños. Ser un “cositas” era como ser un inútil pero mucho peor. Implicaba tener, además de mente torpe, huesos y músculos débiles. Yo ya pensaba que había superado todo aquello, que estaba por encima de esa situación pero, no sé por qué, ese “cositas” me dejó sin ganas de seguir con el pescado y con bastante mal humor. Es lo que tienen las reuniones familiares. Sacan lo mejor de uno mismo.
Aterrizamos en Lanzarote. Mi padre estaba esperando y cuando nos vio, hizo multitud de aspavientos y señas a través del cristal de la sala de llegadas. Se acercó a mí y me dio un gran abrazo. Tampoco me pude contener y se lo devolví con efusión. Mi hermano se unió también al momento. Reconozco que me emocioné sinceramente al vernos otra vez reunidos.
Como ninguno de nosotros sabía cocinar, fuimos a un sitio de comidas caseras que había en la ciudad de Arrecife. Allí es donde vive mi padre. Después de comer, nos dirigimos hacia su casa. Seguro que teníamos muchas cosas que contarnos pero en el coche íbamos prácticamente sin hablar. Quizás por el viaje, quizás por el sueño. Mi padre decidió quebrar ese silencio sin apartar la vista de la carretera.
¿Bailar? ¡A mi padre no le gusta bailar! ¡Parece un ganso moribundo cuando lo hace! Pero bueno, mi hermano no tiene novia y quizás le pareció mejor idea pasar la nochebuena en una cena-fiesta dominicana. Por lo tanto, fui el único que protesté. Yo aprovechaba ocasiones como esta para evadirme e imaginarme en mi coche, camino de Segovia, acompañado de mi preciada Pilar, con el maletero lleno de regalos y toda su familia esperándonos para cenar un jugoso cochinillo. Pero no era así. Esto era Lanzarote. El coche se detuvo. Habíamos llegado a su casa. Mi padre habló.
Tardé en coger el sueño tres segundos. Cuando me desperté ya era de noche y no se escuchaba ni un solo ruido. Yo no sabía ni dónde estaba. Abrí los ojos y miré a mi alrededor. Concluí en que todo había sido un sueño y aún seguía en Madrid. Incluso me pareció escuchar a Pilar en la ducha. Miré al techo oscuro y sonreí. Hasta que oí unas tremendas carcajadas. Me incorporé y comprendí que sin lugar a dudas estaba en Lanzarote y que en algún lugar de la casa, alguien se lo estaba pasando muy bien. Mi reloj marcaba las ocho de la tarde.
Salí de la habitación, despeinado y con la camisa por fuera. Todo estaba bastante oscuro. Desde el pasillo vi una luz al fondo y la seguí casi por inercia. Aparecí en mitad del salón deslumbrado por una lámpara. Tenía entrecerrados los ojos y puse la mano a modo de visera para esconderme de la claridad. Allí estaban mi padre, mi hermano, Roberta y una amiga suya. Todos riendo muy sonoramente. Al verme, cortaron las carcajadas y Roberta me miró con una gran sonrisa.
Se levantó ágilmente del sofá y se acercó a mí con el brazo extendido para estrecharme la mano. Era mulata, neumática y muy bajita. Tenía los ojos achinados y una luz peculiar en el rostro, como si fuese una persona que siempre está de buen humor. Yo intenté corresponder pero en lugar de darme la mano, me abrazó y me chascó dos sonoros besos.
Todos marcharon del salón pasando por encima de mi despeinado cadáver. Y ahí me quedé yo. Quieto como un pasmarote mientras los demás corrían a ducharse o a elegir la ropa para la fiesta de esa noche. Hablando de ropa: ¿Qué me iba a poner yo para la cena? Con esto de la “sorpresa dominicana” yo no había traído nada apropiado. Pensaba que para cenar con mi padre y mi hermano una nochebuena en Lanzarote, un vaquero, unas chanclas y una camiseta eran suficientes. Mi hermano entró el primero en el baño de invitados. Por supuesto, tardó una eternidad en ducharse. Él nunca tiene prisa para nada. Así que cuando salió, los demás ya estaban más que compuestos y yo aún no había metido un pie en la ducha.
Eso lo dijo mi padre. Me imagino que para colaborar con mi particular desastre navideño. Huelga decir que al final no me duché. Me dije: si voy a ir vestido como un vagabundo, lo mejor será que huela también a vagabundo.
Llegamos a la cena sobre las nueve y media. Mi padre aparcó el coche justo enfrente de la casa. Desde el auto ya se podía escuchar el merengue y la bachata a todo volumen. Era una casa enorme de tres plantas con un garaje también enorme y abierto. Parece ser que la cena iba a ser más multitudinaria de lo que yo había imaginado. Entramos por el garaje. Habían instalado una mesa muy grande de plástico. Ahí seguro que cabían más de veinte personas. Al fondo del garaje estaba la cocina, gigante también. En ella había unas siete mujeres dominicanas cocinando, bebiendo, fumando y riendo. Mi padre gritó:
Mi hermano y yo permanecíamos aún en segundo plano.
Una hora más tarde había menos ajetreo en la cocina y más gente en el garaje. Iban ocupando sillas y vaciando botellas. Ron y cerveza principalmente. Los hombres aparecieron sorpresivamente desde el piso superior cuando ya toda la comida estaba preparada y esperando a ser servida. En un instante, se pusieron al día con el ron y la cerveza. A mi lado se sentó un tipo flaco pero barrigudo, llamado “Chari”. En verdad, no sé si era su nombre real o algún tipo de apodo. Quizás se llamaba Charito. Obviamente, no se lo pregunté. El tipo iba vestido como si fuese un ex presidiario portorriqueño afincado en Nueva York. Esto tampoco se lo hice notar. No quise tentar mi suerte y tampoco su sentido del humor. Chari me contó muchísimas cosas mientras no se despegaba de un diminuto aparato de radio. Estaba escuchando un partido de béisbol. Tenía un acento muy caribeño.
Al parecer, Chari llevaba pocos meses en la isla y estaba casado con una de las mujeres que antes había salido a recibirnos. Todos la llamaban “Bonita”. Durante la primera parte de la cena – espaguetis con tomate y una ensalada con unas cosas duras y negras dentro – apareció otro personaje en escena: “Lulín”. Lulín era un dominicano flaco con el pelo teñido de rubio. Entró por el garaje cuando ya todos habíamos empezado a cenar. Estaba visiblemente borracho y vestía totalmente de blanco. Al escuchar la música, levantó de la mesa a una de las mujeres y empezó a bailar con ella una bachata. La dejó al rato, levantó a otra e hizo lo mismo. A los tres minutos ya había descolocado a todos en la mesa. No quedaba nadie sentado y encarando el plato. La anfitriona, una dominicana vieja con aspecto criollo y señorial, protestó:
El resto de la cena pasó con relativa tranquilidad. Lulín no dejó de hacer chistes y bromas e intentó seducir a todo lo que llevara faldas. Incluso protestó ante mi padre por haber tenido sólo hijos. Al parecer, este dominicano flaquito y bailón también llevaba “poco” tiempo en España. Y en ese poco tiempo, casi tres años, aún no había tenido ocasión de encontrar un trabajo. Estaba muy ocupado haciendo vida social por el barrio. Su mujer, que también vivía en esta enorme casa, trabajaba hasta tarde en un hotel y regresaba de madrugada. Se estaba perdiendo la nochebuena en familia. ¡Qué suerte!
Tras la cena, desocuparon rápidamente la mesa de plástico, la desmontaron y la apilaron contra una pared. De este modo, habían logrado una amplia sala de baile con las sillas alrededor. Y como era la hora de bailar, subieron aún más la música. Yo ya andaba un poco borracho entonces, por lo que todo me empezaba a parecer más normal y justificado. Una de las culonas me cogió del brazo y me sacó a la pista. Nos reímos mucho. Ella no paraba de hablarme y yo no entendía ni una palabra de lo que decía. No sé si por el alcohol o el volumen desmesurado. Pero me hacía gracia igual. El que sí estaba aprovechando bien lo del baile era Lulín; el auténtico amo de la fiesta. Aunque mi hermano tampoco se quedaba atrás. Las mulatas hacían cola para bailar con él. Ver a un gigantón peludo y rubio no debe ser muy común entre estas gentes.
Al rato yo ya estaba cansado y con el gaznate seco. Me senté a tomarme un respiro y otra copa y me dio por vigilar con la mirada los pasos de Chari. Hacía algún rato que se había empezado a poner rojo como un pimiento morrón y a reírse de manera descontrolada. Estaba acompañado por otros cuatro tipos con pinta de pandilleros. Entre risa y risa, vi cómo echaba mano a un vaso que tenía escondido detrás de un mueble. El vaso estaba lleno de ron y Chari, obviamente, llevaba ya algunas horas bastante borracho y bebiendo a escondidas. De pronto me miró, descubrió que yo le estaba espiando y se me puso cara de cazador cazado. Chari adoptó un gesto serio casi de enfado y vino hacia mí tambaleándose. Yo no sabía si quedarme sentado o huir hacia la costa. Ya no tenía tiempo de reacción. Chari se sentó de golpe en la silla que había a mi lado. Casi la rompe. Su acento caribeño se multiplicó por tres gracias a la magia del ron.
¿Por qué alguien iba a querer pegar a mi padre? ¿Debería empezar a preocuparme ya? ¿El viejo se estaba metiendo en problemas? ¿A su edad? De pronto vibró el teléfono dentro de mis pantalones. Era Pilar. Me disculpé con Chari y me escabullí de la fiesta como mejor pude. En mitad de la calle empecé a hablar con ella mientras unos niños me tiraban petardos desde una terraza cercana. Entre los petardos y la música, apenas conseguía oír nada.
Aquella conversación no tenía sentido. Los cabrones de los niños ya habían conseguido prenderme fuego a los pantalones con un petardo. Colgué a prisa y eché lo poco que quedaba de ron en mi vaso para apagar el fuego de la pantorrilla. Resoplé hondo y me metí de nuevo en la fiesta. Una vez dentro tomé otra vez asiento. El que se acomodó esta vez a mi lado fue Lulín. Estaba aún jadeando y totalmente sudado. No había parado de bailar en toda la noche. Yo estaba tan borracho que cualquier compañía era bien recibida. Lulín comenzó a hablarme mientras me rellenaba el vaso.
A duras penas me levanté de la silla pero, por alguna inercia ridícula, conservando el vaso de ron en la mano. Me dirigí al baño sorteando a los que estaban bailando. Atravesé gran parte del garaje y me disponía a entrar en la cocina cuando una mano me cogió por el cuello. Era Chari y estaba aún más borracho que antes. Derramó parte de mi bebida.
Me deshice de él.
Conseguí alcanzar el pomo de la puerta del baño. Lo giré repetidas veces pero no abría. Insistí lo que pude. Giré en redondo y decidí volver a mi silla. Estaba demasiado mareado como para permanecer de pie y quizás ya no iba a vomitar. Esquivé a Chari. Otra vez. Me gritó algo más. No sé el qué. Choqué con “Bonita”. Cayó más ron. Sonriente, llenó de nuevo mi vaso. Giré otra vez. Topé con la anfitriona criolla. Me encontré en mitad de la pista. Sin pretenderlo. Mi hermano se acercó para abrazarme. Intenté evitarle. Perdí el equilibrio y acabé sentado en una silla. La silla ya estaba ocupada. Por una de las mulatas. La mulata gritó. Me echó de su silla. Giré otra vez. Mi padre se acercó riendo. Intentó cogerme del brazo. Puse mi vaso en su mano. Cayó más ron. Tropecé con Roberta. La pisé y pegó un alarido. Giré de nuevo. Acabé sentado en mi silla. Sin saber cómo ni de qué manera. Lulín estaba allí, esperando. Jadeé. Habló.
FIN