No me gusta la palabra «bullying», no me gusta porque no me la creo, porque endulza la fuerza que tiene la realidad, la verdadera etiqueta que define el miedo, el terror… «acoso». Rara vez uso el término anglosajón porque me suena a cosas que no tienen que ver conmigo. Por eso digo que yo fui acosado, que viví el terror que te regalan grupos de personas que deciden por ti y te lanzan a una vida que no te corresponde.
Si habéis leído ya «La Puerta de Peter Pan» sabréis que todo comenzó por un profesor que me puso la etiqueta de «mariquita«. Se permitió señalar con su dedo acusador (acosador) a un niño de 8 años que no entendía qué había hecho mal. Me condenó a las piedras que iban a tirarme a la salida del colegio. Me obligó a buscar esos árboles en los que me escondería para pasar desapercibido. Indirectamente me ayudó a hacerme amigo de Peter Pan, ese que me regalaría lugares en los que esconderme. Ese que dejaría de ser azul para convertirse en verde. Pero el daño estaba hecho y aquellos compañeros de clase se iban a unir contra mi. Una vez, uno de ellos, me lanzó contra una roca y me abrió la cabeza. Me recuerdo corriendo a casa chorreando sangre e intentando buscar excusas a mi torpeza. Porque no podía decir lo que me pasaba, porque ya me habían dicho que si decía algo «me echarían de casa». Y el acoso se hizo cada día más grande. ¿Imagináis el miedo a vivir? ¿El miedo a levantarte por la mañana e intentar ser feliz? Deseabas que no te preguntasen en clase para que no escuchasen tu voz, para que ni siquiera tú escuchases tu voz. Querías hacerte invisible y vivir en la oscuridad. Quizás por eso se decía estar dentro del armario, porque allí no podrían hacerte daño. Yo, con el tiempo, preferí decir estar dentro del árbol, porque mi armario eran los árboles y allí nadie trepaba tanto como yo.
Y el acoso trae como regalo un rosario de traumas. Te hace susceptible hacia la sociedad. Te devora la alegría porque no te crees con derecho a ella. Y buscas abrazos que no llegan. Miradas que te comprendan mientras callas. Pero tienes amigos. Esos que te salvan de hundirte para siempre. Amigos que han sido olvidados y otros (mejor dicho, otra) que pasaron (pasó) a ser mi salvavidas -gracias Ana…-.
Y todo esto viene porque hay que hablar. A finales de mes daré una conferencia en Valencia sobre este tema y quiero transmitir aquello que llevo dentro. Me gustaría que la gente comprendiese ese dolor y que la primera pieza no está en los niños acosadores, está en los padres, familia, profesores. Que ellos son la máquina principal que tiene el dedo que apretará el botón para que los engranajes se queden parados. Para que empiece el cambio. Y me gustaría que los padres escuchasen lo que tengo que decir y que los adolescentes supiesen lo que tengo que sentir. Que sientan aquellos años que no acaban nunca.
Porque al final sacas lo positivo de todo lo malo. Porque existe. Porque la debilidad al final te hace fuerte y eso hay que saber descubrirlo. Pero llega un momento en el que cumples 40, 50 años y te das cuenta de que sigues siendo ese niño aterrorizado. De que nunca terminas de encajar porque rompieron tus esquemas cuando más necesitabas saber qué eras, quién eras. Te reconoces a ti mismo diciendo siempre que sí. Porque decir que sí es la única forma de sentirte integrado. Porque cuando dices que NO te arriesgas a que te dejen de querer y en la ciudad en la que vives quedan pocos árboles a los que subir. Y sabes que aceptas tu vida y vives, pero que tu entorno se llena de acosadores positivos que usan toda su generosidad para hacerte sentir egoísta. Y duele. Duele mucho. Porque quieres, amas, necesitas a la gente. Porque tienes mucho amor por compartir. Todo ese amor que te arrebataron en la infancia. Reconoces personas afines a ti, o las crees afines, y te vuelcas para darles tu amistad, para recibir la suya. Y de repente te das cuenta de que estamos en una sociedad en la que la vida es egoísta y vivimos para nosotros mismos. Que vuelves a cometer el error de creerte más amigo de aquellos y aquellas que adoras de lo que realmente son. Que de alguna manera te usan y, con toda probabilidad, tú también los usas a tu manera (no seamos prepotentes). Y sólo te queda llorar y te ven llorar sin pararse a pensar en la amargura que descargas. Lloras y ni siquiera les importa. Y te ves de nuevo acosado. De alguna manera te sientes acosado y te dejas acosar. Y parece no haber pasado el tiempo. ¿Te has engañado? ¿Tanto daño, tanto poder tuvo aquel profesor que con ocho años te llamó «niña» delante de toda la clase?
Entonces quieres seguir adelante. Y te topas con aquellos de tu propia sangre que te dieron la espalda en el pasado. Y alguien va y te dice que «deje de dar pena», «que no me crea que soy el Mesías»… y entonces te caes del árbol y se te abren los ojos. Se te abren un instante y los vuelves a cerrar porque sientes que ya no puedes más. Que intentas arreglar aquello que se rompió en el pasado pero sabes que hay piezas que ya nos se pueden pegar, que hay piezas que se han perdido para siempre y por los agujeros se te escapa el alma. Por lo que la única manera de seguir adelante es mirar adelante. Que si te miras al espejo reconoces aquellos ojos cargados de vida, los tuyos. Que puedes vivir y que has vivido. Que has hecho mucho más de lo que pensaste llegar a hacer. Que has aprendido más de lo que creíste conocer. Y escribes. Porque es la única manera de protegerte del mundo. Y hablas sobre lo que te pasó porque comprendes a aquellos y aquellas que se pierden en los caminos de la incomprensión.
Sigues adelante mientras los ojos se abren aún más y acaricias la felicidad de los tres segundos. Esos tres segundos que tan bien saben, esos tres segundos que saben a una infancia perdida. Y sabes que tienes que dejar en el camino esas miradas que solo se miran a sí mismas. Esas miradas que no han arreglado sus propios recuerdos. Esas que aún tienen que abrir muchas puertas para reconciliarse con su pasado y darse cuenta de que se están perdiendo demasiadas cosas importantes. Esas miradas que, para colmo, te culparán del abandono sin reconocer su culpa.
Sigues adelante secándote las lágrimas de la decepción y ves aquel inmenso árbol al final del camino. Un árbol con ramas que te invitan a subir. Ramas repletas de hojas y flores maquilladas de olor. Valoras subir. Esconderte. Buscar a Peter Pan. Pero sabes que ya no hace falta. Que es el momento de apoyarse en su tronco. Abrazarlo. Sentirlo. Que a partir de ahora te tumbarás en la hierba y mirarás el cielo, sus ramas… Que a partir de ahora serás Peter Pan y volarás para que todos te vean…