La vida es un largo camino donde tropezamos en ciertos puntos del viaje. Nos hacemos daño al caer, pero nos levantamos más fuertes porque aprendemos a evitar la misma caída. Pero, a veces, caemos en la trampa de volver a caer en aquello que nos equivocamos tiempo atrás. Vuelta a empezar con una nueva herida, una nueva lección aprendida y un recuerdo que permanecerá hasta el día que seamos lo suficientemente valientes para ser capaces de olvidarlo.
Naces y eres un bebé indefenso que llora a cualquier hora para solicitar ayuda. No sabes cómo decirlo, aún no sabes hablar, por lo que lloras, ya se ocuparán tus padres de averiguar qué te ocurre.
Creces, entras en la adolescencia, y también lloras, pero a escondidas para que nadie se dé cuenta. Prefieres callar tu dolor, te cierras a cualquiera y te conviertes en un enigma que muy pocos logran descifrar. «No es bueno ocultar la tristeza, sácala a la luz, libérate de la pena que llevas dentro», te dicen. Y no haces caso, continuas igual hasta que llega el día que dices: «Basta, ya he sufrido demasiado en silencio. Voy a apoyarme en la gente que se preocupa por mí, son los pilares que me ayudan a mantenerme en pie. Es momento de ser feliz».
La infancia es una etapa feliz donde ni siquiera te preocupas del futuro. Y, si lo haces, solo piensas en la profesión a la que te gustaría dedicarte. Eres pequeño y solo quieres jugar en el parque con tus amigos. Inventas juegos, imaginas mundos de fantasía, sueñas despierto, ansías que tus padres te compren el juego del momento, lloras cuando no consigues lo que quieres, odias los deberes del colegio, tienes ganas de comerte el mundo y sientes que puedes hacerlo. Serás pequeño, pero las ganas que pones para que el mundo esté hecho a tu medida, te hacen grande. Los cumpleaños son muy esperados por los regalos, las felicitaciones y por celebrarlo con las amistades más íntimas. Estás feliz por cumplir un año más, pero en un futuro, una parte de ti odiará sumar un número tras otro. Las tardes de verano son las mejores, ya no tienes colegio y estás siempre fuera de casa con tus amigos. Qué bien te lo pasas, cuánto sabes disfrutar del momento y qué poco te importa lo que piensen los demás. Todo te da igual, solo pretendes ser lo más feliz posible.
Llega la adolescencia y conoces el significado de «sufrimiento». Tu vida da un giro radical. Quien creías que era tu amigo, al final resulta no serlo. Te engañó y ni siquiera fuiste capaz de verlo venir. ¿Cómo ibas a saberlo? Confiabas en esa persona, pensabas que nunca te defraudaría, y al final terminó fallándote, como hace la gran mayoría cuando les depositas tu confianza. A partir de entonces, dejas de confiar en los demás. La persona tan alegre que fuiste se vuelve fría, muestras poco tus sentimientos y cierras tu corazón con una coraza impenetrable para que nadie sea capaz de hacerte daño. Pero a la mínima tontería, te rompes por dentro. Eres adolescente, no controlas los sentimientos.
Llega el primer amor, ese del que nunca te olvidarás y por mucho tiempo que pase, recordarás a esa persona y cuando la veas, sentirás todo el peso del mundo encima. También llega la primera experiencia de desamor. Punto crítico. Comienzas a ver todo oscuro, te falta aire para respirar por la pena que te invade por dentro, sientes que no serás capaz de superar la ruptura, solo te apetece estar todo el día en casa llorando y mandas al amor a la mierda. «No voy a enamorarme nunca más. No merece la pena sufrir por alguien que dejó de quererme». El fracaso en el amor duele, parece que una espada muy afilada te ha atravesado el cuerpo entero y tu corazón, hecho añicos, tardará mucho tiempo en sanar.
Te has mentido, sí volverás a enamorarte, pero ya nada será lo mismo. ¿Merece la pena enamorarse? Claro. Lo bonito que tiene el amor es que una vez que lo consigues tras todo lo malo que has pasado previamente, lo disfrutas y sientes que vuelves a ser como un niño pequeño, feliz. Intentar comprender a los adolescentes es difícil, ni siquiera yo me entendía. A veces me encontraba tan bien y otras tan mal, que ni siquiera buscaba explicaciones a lo que causaba mi alegría y mi tristeza. Me lo callaba todo porque siempre he sido de sufrir en silencio. Gritaba en silencio porque era el grito más alto, pero pocos se percataban de lo que realmente me sucedía.
Vas haciéndote mayor, llegas a una etapa donde maduras. Tu futuro se decide aquí, ya eres una persona adulta que trabajará con todas sus ganas para que se cumplan todos tus planes. Planeas viajes, quizá te cases y tengas hijos, tú decides qué hacer. Comienzas a entender mejor la vida y te das cuenta de que mucha gente ya se ha marchado de tu lado. Extrañas a algunos, a otros no tanto. No todo el mundo se va a quedar siempre a tu lado, los hay que prefieren seguir otro camino.
Llega la vejez, e intentas disfrutar al máximo de lo que te resta de vida. Ojalá vivir más años, incluso vivir eternamente —pero siempre junto a quienes más te importan—. Tu cuerpo ya no es el que era. Puede que te cueste moverte, incluso algún hueso se te ha podido romper. Ya no oyes tan bien, la vista comienza a fallarte. Aumentan las visitas al médico, aunque los hay que siguen estando muy sanos. Ves a familiares y amigos a los que se les acaba la vida, y recuerdas a los que se fueron cuando eras más joven. Cómo duele la muerte de un ser querido, sobre todo si no pudiste despedirte. Ese momento tan trágico cuesta superarlo y te deja marcado de por vida, la huella no se puede borrar. Permanece ahí siempre. Con el tiempo va doliendo menos, pero la herida siempre se abre cuando se recuerda.
Haces un repaso a lo que ha sido tu vida, recuerdas los mejores y los peores momentos. Brotan las lágrimas, ya no podrás volver a aquellos tiempos cuando eras joven. Ves en las fotografías a personas importantes que ya no están, y te duele.
La vida es un largo camino donde ocurre de todo. Puede irte bien, puede irte mal… No dependerá siempre de ti, habrá algunos que te compliquen todo y otros que harán que las cosas sean sencillas y bonitas. Seas quien seas, ojalá tengas una buena vida. La mejor de todas. Aprende de los errores para no volver a tropezar. Ándate con ojo con la gente, cualquiera puede fallarte, vivimos en una sociedad donde no te puedes fiar de nadie. Sonríe y pásatelo bien, no merece la pena estar siempre triste. Comete locuras. Enamórate si te atreves. Sal a la calle con tus amigos. Canta. Lee. Escribe. Baila. Sé fuerte, no dejes que nada te hunda. Confía en ti mismo, deja atrás los miedos porque no harán más que hacerte perder grandes oportunidades. Olvídate de la muerte. Siéntete infinito.
Vive, porque a pesar de todo, merece la pena.
Sergio Mora Guindulaín