Esta esa la historia de un francés y un irlandés que pasean juntos. Cada uno va dando su sentido poético a los paisajes, exterior e interior, que van viendo. Les acompaña un poeta japonés, muy callado, enigmático y silencioso.
Al poeta francés le ataca una gran desazón. Hoy diríamos que se agobia. Una contradicción más entre tantas otras, pues reconoce que el sitio le gusta.
Sabes, falso cautivo entre mil hojas,
ratón cercado por frágiles rejas,
para este ciego secretos potentes.
¿Qué cuerpo me ata a su fin perezoso,
qué frente la inclina al erial del hueso?
Un ascua piensa aquí por mis ausentes.
Lugar con fuego inmaterial sagrado,
sitio terreno a la luz ofrendado.
Amo este lugar, por llamas inerme,
con su oro, piedras y árboles sin día,
tanto mármol temblando por la umbría;
¡Fiel, el mar, bajo mis tumbas ya duerme!
Perro espléndido ¡Los ídolos echa!
Solo con la pastora satisfecha
apaciente corderos misteriosos
calmas y blancas tumbas tan silentes.
Retírense las palomas prudentes
los sueños vanos y ángeles curiosos.
En este punto, el futuro es pereza
y el limpio bicho rasca la corteza.
Roto y quemado, el aire se hace cargo
de una rara y más que severa esencia.
Vasta es la vida borracha de ausencia
el ser es claro y es dulce lo amargo.
Continúa el irlandés con sus viajes mentales a civilizaciones antiguas.
Un anciano no es sino algo deleznable,
una chaqueta andrajosa colgada de un palo, a no ser
que su alma bata palmas y cante, sí, cante un fuerte grito
por cada jirón de su vestido mortal.
Así pues como la única escuela de canto que queda,
es el estudio de los monumentos en su propia magnificencia;
es por lo que navegando mares, he venido
a la ciudad sagrada de Bizancio.
Compone para sí, el poeta silencioso, un poema corto pero intenso.
Lluvia de invierno
enemiga del amor
y de la rosa.
Julio Alcalá
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